Su padre era un modesto ganadero y el pequeño Miguel cuidaba sus rebaños, a la vez que leía poesía y componía sus primeros versos adolescentes. A pesar de las buenas notas, Miguel, por el empeño y la necesidad paterna, sólo pudo ir al colegio desde los ocho a los catorce años.
El poeta-pastor marchó a Madrid a los veinticuatro años, cuando ya había publicado un libro, Perito en Lunas. Enseguida vio la luz su segunda obra, El rayo que no cesa, y conoció a Vicente Aleixandre y a Pablo Neruda, que fueron amigos suyos e influyeron mucho en su poesía y en su manera de entender la vida.
Llegó el terrible 1936 y con él la Guerra Civil, que marcó los aires más tristes, las heridas más profundas e incurables de su corta vida: la muerte de su íntimo amigo de la infancia, Ramón Sijé, al que dedica una de las mejores elegías jamás escritas en lengua castellana; la muerte de su hijo, que apenas tenía un año de edad; el desencanto de la guerra y sus miserias; su detención al acabar la misma por su adhesión política al bando republicano (ya había publicado Viento del Pueblo y El Hombre Acecha, en los que su poesía se vuelve comprometida y combativa).
En la cárcel, mientras se lo permitió la salud, fabricaba juguetes de madera para su segundo hijo, nacido en 1939, el mismo al que dedicó las conmovedoras Nanas de la Cebolla, incluidas en el que fue su último libro, Cancionero y Romancero de Ausencias, que no llegó a ver publicado en vida.
Miguel Hernández fue, por encima de ideologías más o menos pasajeras, un gran hombre y un gran poeta. Apasionado, sencillo, solidario con el pueblo, fuerte, vital, muy libre a pesar de las cadenas y su trágico destino. Vivió y murió rápida, valiente e intensamente.
El poeta-pastor marchó a Madrid a los veinticuatro años, cuando ya había publicado un libro, Perito en Lunas. Enseguida vio la luz su segunda obra, El rayo que no cesa, y conoció a Vicente Aleixandre y a Pablo Neruda, que fueron amigos suyos e influyeron mucho en su poesía y en su manera de entender la vida.
Llegó el terrible 1936 y con él la Guerra Civil, que marcó los aires más tristes, las heridas más profundas e incurables de su corta vida: la muerte de su íntimo amigo de la infancia, Ramón Sijé, al que dedica una de las mejores elegías jamás escritas en lengua castellana; la muerte de su hijo, que apenas tenía un año de edad; el desencanto de la guerra y sus miserias; su detención al acabar la misma por su adhesión política al bando republicano (ya había publicado Viento del Pueblo y El Hombre Acecha, en los que su poesía se vuelve comprometida y combativa).
En la cárcel, mientras se lo permitió la salud, fabricaba juguetes de madera para su segundo hijo, nacido en 1939, el mismo al que dedicó las conmovedoras Nanas de la Cebolla, incluidas en el que fue su último libro, Cancionero y Romancero de Ausencias, que no llegó a ver publicado en vida.
Miguel Hernández fue, por encima de ideologías más o menos pasajeras, un gran hombre y un gran poeta. Apasionado, sencillo, solidario con el pueblo, fuerte, vital, muy libre a pesar de las cadenas y su trágico destino. Vivió y murió rápida, valiente e intensamente.